Por Joaquín Rivera Larios
En el mundo afectivo de mi padre Salvador Rivera (1919-2004) dos seres ocuparon espacios privilegiados: Eduarda Avelar de Rivera “mamá Lala” (¿?- San Salvador, 1935) su bisabuela materna, y Joaquín Rivera (1899-1966), tío materno. Ambos paliaron providencialmente un sentimiento de orfandad que acompaño a mi padre desde su espinosa infancia.
La bisabuela de aspecto distinguido, culta, excelente conversadora, de cabello castaño oscuro, le enseñó las primeras letras y el tío alto, con su talante de caballero instruido, que solía vestir con sombrero y traje completo, ambos familiares de tez blanca, sin duda tuvieron una influencia decisiva en su peculiar y multifacética personalidad.
Según una crónica inédita escrita por mi hermana Gladys Escalante, nuestro procreador relataba que sus bisabuelos fueron los dueños del Campo Marte, el que hoy conocemos como Parque Infantil, terrenos que les fueron expropiados por una suma exigua de dinero. Vivieron donde hoy se levantan las ruinas del edificio de la Lotería Nacional de Beneficencia sobre la Segunda avenida Norte de San Salvador.

Mamá Lala era madre de Coronada Rivera (¿?- Quezaltepeque, 1968), y abuela de Arcadia Rivera (1904-1994), la madre adolescente que dio a luz al autor de mis días cuando solo tenía quince años.

Las lágrimas de gratitud afloraban cuando en las conversaciones cotidianas con sus familiares más cercanos evocaba su infancia llena de penurias y la memoria de las dos almas generosas que le tendieron la mano.
Por
aquellos avatares de la vida mi padre no gozó los cuidados maternos, la abuela Coronada
no pudo asumir ese rol por estrecheces materiales, al tener a su cargo a su hijo Jorge Rivera (1924-2016)
y a su nieto Carlos Martínez (hijo de Joaquín Rivera), a quienes inscribió en
internados.
Ante tal vacío faraónico, el cuidado de mi procreador fue ejercido por su bisabuela Eduarda Avelar, con un cariño tan encomiable que se granjeó la gratitud infinita de su protegido, al grado que éste puso a su segundo hijo Eduardo Alberto, nacido el 14 de diciembre de 1950, en honor aquel ángel de la guarda que lo arropó en su niñez.
Siempre agradeció que mamá Lala le enseñó leer cuando tenía cinco años, y las solicitas atenciones que ella tuvo con él cuando se enfermaba. En nuestra familia se dio algo insólito: la madre y la abuela de mi progenitor fueron iletradas, pero la bisuabuela, fue una mujer ilustrada.
Al morir mamá Lala , a las siete horas del primero de agosto de 1935 en el Barrio San Miguelito de San Salvador, justo cuando daban inicio las festividades de agosto (por cierto la primera persona que fue enterrada en el cementerio La Bermeja), su principal refugio y amparo fue el tío Joaquín Rivera, quien con grandes limitantes se erigió en la figura más próxima a un padre de crianza.Durante mi temprana infancia, en nuestra casa el aire estaba impregnado del espíritu de Joaquín Rivera, era el ser ausente más invocado y querido. Se conservó por años una vieja maleta con cartas, y papelería diversa de su propiedad.
Aquel tío que llegó a ser Tenedor de libros (el equivalente a contador actualmente), hacía claramente la diferencia en una familia carente de instrucción formal, que rozaba la pobreza extrema. Fue perito de primera clase del Ministerio de Hacienda y un fervoroso admirador de Augusto César Sandino.
Tenía fotos del caudillo nicaraguense, llamado “General de hombres libres”, escuchaba la marcha que se compuso en su honor, y coleccionaba los periódicos que relataban las hazañas militares del patriota que combatía heroicamente las tropas invasoras desde Las Segovias en Nicaragua.

Por cierto una de las celebraciones organizadas bajo la presidencia de Osorio, causó tremendo alboroto en las calles céntricas de San Salvador por haber traído a desfilar hermosas y despampanantes cachiporristas estadounidenses que hicieron alarde de llamativos vestuarios y atractivas coreografías.
Un hecho que a mi padre la partió el alma fue que no pudo asistir al tío Joaquín, cuando éste llegó a pedirle ayuda económica, para comprar medicamentos. Las consecuencias de esa inasistencia fueron fatídicas.
El anciano había andado cobrando la renta en unos mesones de su propiedad, y los inquilinos no le habían pagado. El lunes 22 de agosto de 1966, amanecería muerto bajo condiciones aun no esclarecidas.
En el afán de perpetuar su memoria, cuando nació mi único hijo el 11 de agosto de 1999, mi padre inmediatamente me dijo que le pusiera “Joaquín Eduardo”. Conociendo el profundo valor afectivo que entrañaban los dos nombres, inmediatamente accedí a su petición.