Por Joaquín Rivera Larios
No sé si es una bendición o una perdición, no sé si es provechosa o es vana la manía de escribir. No sé si esa inclinación es para bien o para mal, sobre todo cuando pienso en el lucro cesante que me genera estar embarcado en ilusiones literarias, cuando debería estar de lleno abocado a mi carrera que sí que me podría generar rentabilidad.
Pero es una pulsión que no puedo evitar, la herencia que recibí de mi padre y que me negué a rechazar. Cuando pienso en la página en blanco y el reto de rescatar de las garras del olvido una historia o de expandir el conocimiento de un relato ya conocido o narrar una anécdota, pienso en las fuentes de inspiración que son múltiples. En mis delirios febriles de adolescente soñé escribir como Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, jamás como García Márquez porque su genio es inalcanzable.
Un servidor de
ustedes empezó a escribir más de lleno desde que Vargas Llosa ganó el
Premio Nobel de Literatura el 7 de octubre de 2010. Su triunfo me inspiró y las
líneas de mi amigo Carlos Alvarenga también inspiran. El escritor genera
corrientes de opinión que mueven conciencias, quizá eso es lo más maravilloso
de este bello oficio. Comparto un poema de mi amigo Carlos, cuya pasión
genética por la literatura es contagiosa:
“Quiero escribir y
describir
Narrar y navegar
Estremecer y
estremecerme
Ocultarme para que
todos me vean
Escudriñar para
entender
Compartir, dar y
recibir
Quiero escribir
hasta morir para vivir eternamente.”
En mi mente rebota
una anécdota de mi padre que me marco profundamente: allá por 1961 envió a mi
hermano Eduardo a la televisión a leer una carta escrita por mi progenitor, en
la que rendía tributo al genio creativo de Tío Periquito, ingenioso autor y cantante
de temas infantiles que dejo huella en el programa Jardín Infantil. Mi hermano retorno a casa colmado de regalos,
entre ellos una colección de tiras cómicas aparecidas en los periódicos.
Mi progenitor me
inculcó que era un deber cívico enaltecer el mérito, la virtud, los talentos,
para ir creando un círculo virtuoso que permita multiplicar los dones. Me enseñó a poner la lupa y la pluma donde se
manifestara la inteligencia, la bondad, la creatividad positiva del ser humano, es una forma de
hacer patria. Se preguntaba a sí mismo por qué no podíamos hacer de El Salvador
un emporio cultural, científico y artístico que irradiara luz y verdad al
mundo.
El escritor vive
una especie de soledad especial, puede estar con sus familiares, amigos o
compañeros, en cuerpo pero no en alma, porque suele estar abstraído, confinado
en su mundo interior, hablando consigo mismo, o con los personajes que ha
creado para insertarlos en un cuento, en una novela, en un ensayo.
Vive por y para la palabra, lo que lo vuelve un adicto a la misma. Vive con la angustia de no perder las ideas que de manera súbita fluyen en su mente creativa, experimenta la agonía de plasmar en el papel las intensas emociones que se agitan en su interior. Y a veces siente el desasosiego que supone percibir que la vibrante idea que bullía en su conciencia se desluce o se marchita una vez puesta en la página.
En broma y en serio se dice que los elementos para ser un buen escritor son la soledad, la depresión y la pobreza. La literatura suele ser una amante infiel, parafraseando a un artista podría decirse que es una herida hecha luz. Son varios los escritores y escritoras que han muerto en la extrema pobreza, como Miguel de Cervantes Saavedra y Edgar Allan Poe, otros se han suicidado en un mar de tribulaciones, como Virginia Wolf, Teresa Wilms Montt, Alejandra Pizarnik, Alfonsina Storni, Horacio Quiroga y Ernest Hemingway.
De ahí se infiere que escribir es una especie de catarsis, para desahogar el dolor, las penas, las frustraciones, para resignarnos frente un fracaso o bien para evadir una acuciante realidad. Este contexto deplorable explica la afirmación del novelista francés Gustave Flauber(1921-1880): "Para no vivir me sumerjo desesperadamente en el arte; me embriago de tinta, como otros de vino".
Ciertamente, este oficio de aprendiz de escritor es sumamente incomprendido, lo más probable es ser ignorado o ninguneado y las posibilidades de trascender son de uno en un millón. La fama, la fortuna y el reconocimiento están reservados a muy pocos. El destino natural de un escritor es pasar de largo y diluirse con el tiempo sin pena ni gloria. No obstante, siempre hay que tratar de dejar rastro de nuestro paso por este mundo, procurar dejar un legado envuelto en palabras, aun a riesgo de terminar irremediablemente en el panteón del olvido.
Con frecuencia me pregunto que tan útil es este oficio, si será verdad que la literatura es una herramienta para cambiar el mundo, para lograr transformaciones sociales, para cambiar perspectivas o puntos de vista o bien para comprender el mundo y la compleja naturaleza humana.
Dado que no confío en la palabra verbal proclive a ser ignorada o tergiversada, en los tribunales donde deambulo, incomodo a resolutores y jueces con largos escritos, que con frecuencia no son respondidos. Resuenan en mi mente las lapidarias palabras de una jueza de sentencia: “Lic. Larios aquí guardese sus escritos, exprese sus argumentos verbalmente de forma clara y convincente”.
No se quienes me
inspiran más para escribir, si Alberto Masferrer, Alfredo Espino, Vargas Llosa, María
Félix, Gloria Trevi o Thalía, o bien mis
ilustres profesores de derecho, Manuel Arrieta Gallegos, José Enrique Silvia, Florentín
Meléndez, todos ellos y ellas fueron artesanos que han dado brillo a la palabra
y desde diferentes ramas del arte y la cultura, han moldeado nuestras
conciencias y han incidido en nuestra visión del mundo.
















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