En los ochenta lo que existían eran walkman (pequeños
reproductores de casetes portátiles con audífonos), tocadiscos que reproducían
discos de vinilo, radiograbadoras de uno o dos casetes. Lejos estaban de
aparecer los CD, los Discman (reproductores de CD) y menos aún los MP 3.
Recuerdo que en el último paseo de la promoción Bautista 1986 que fue en Club
Salinitas (hoy Hotel Decamerón) justo el diez de octubre de ese año, algunos
compañeros cargaban en sus hombros radiograbadoras grandes con doble caseteras
para amenizar el encuentro con el paisaje costero.
En la radio sonaban “No controles”. “Bazar”, del trío
femenino Flans, “Dame un beso“ de Yuri, la agrupación Fiebre Amarilla dio que hablar con “Canchis
Canchis” y “Vamos al mercado”; en inglés resonaba “Say you; say me” de Leonel
Richie, Madona arrasaba con “Papa Don’t Preach”, la banda noruega A-ha resonaba
por doquier con “Take on me” y el cantante austríaco Falco encabezaba las
listas de éxitos a ambos lados del Atlántico con “Rock me Amadeus”.
Con la placentera compañía de la música, como un entremés de
nuestra graduación de bachillerato, nos entregamos en cuerpo y alma a ese
último encuentro bajo el fuego abrasador del sol y el contacto con las olas que
nunca cesan. Fue un deleite degustar el azul y las brisas del mar, admirar a
nuestras compañeras haciendo acrobacias y juegos en la piscina, conjugando su
belleza y el colorido de sus trajes con el paisaje tropical. Tengo fresca la
imagen del profesor de letras, Cesar Marenco, zambulléndose en la piscina como
un adolescente más.
Tan solo horas después de un solaz inolvidable, nuestra
promoción quedó marcada por la conmoción y el estruendo del terremoto del 10 de
octubre de 1986, de cuya devastación nos percatamos horas después.
Los detalles del siniestro los íbamos conociendo a cuenta gotas. La madre de una de las compañeras del Colegio era enfermera del Hospital de Niños Benjamín Bloom y ese fatídico día estaba trabajando, cuando le dijeron que el hospital estaba destruido, comenzó a llorar inconsolablemente.
El viaje de retorno de Sonsonate a San Salvador resultó eterno. En el momento que se
decidió salir de Club Salinitas, no pudimos, porque uno de los buses no arrancaba. Cuando retornábamos el motorista no encendió las
luces del bus, veníamos lentamente bajo la penumbra, envueltos en temor, consolándonos mutuamente.
De regreso del paseo, a eso de las cinco de
la tarde, cuando oscurecía hicimos estación en Sonsonate y escuchamos que la imagen
del Divino Salvador del Mundo se había derrumbado. Pero no teníamos idea de la
tragedia que se develaría ante nuestros ojos posteriormente.
Cuando arribamos a San Salvador ya entrada la noche,
comenzamos a ver los desprendimientos de tierra que obstruían la carretera, la
ciudad sin luz, adustos rostros sin expresión, pupilas inmóviles por la
zozobra, las personas en tiendas de campaña en las calles, siluetas bajo la luz
de la luna velando a sus deudos en medio de la ruinas. Esta tragedia
ensombreció la celebración, devastó vidas, edificios y casas y también la
fiesta de graduación que esperábamos con tantas ansias, tiñéndose de fúnebre la
música más alegre.
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