Por Joaquín Rivera Larios
Alberto Cortez con hondo sentimiento canta: “A mis amigos
les adeudo la ternura,/ las palabras de aliento y el abrazo;/el compartir con
todos ellos la factura/que nos presenta la vida, paso a paso”. Y yo asocio esta
tonada con Francisco Medrano Valencia, amante compulsivo de la literatura,
prolífico hacedor de canciones, inspirado poeta, fogoso orador forjado en la
fragua de Alcohólicos Anónimos, y ahora guía espiritual en el Petén, Guatemala,
compenetrado en cuerpo y alma en la sublime tarea de llevar almas al altar de
Dios.
Es uno de esos selectos y entrañables amigos con los que
tengo un adeudo mayúsculo, por la deferencia y la camaradería que me dispensó
en etapas de pesadumbre, por su providencial apoyo para cristalizar algunos
sueños juveniles, por extenderme su mano solidaria en situaciones de carencia y
por las infinitas y amenas conversaciones cotidianas con las que ambos llenamos
ese agujero que llevamos en el pecho llamado “desolación” y particularmente por
retroalimentar mi devoción por “Fuerzas Morales” y el “Hombre Mediocre”, obras
cumbres de José Ingenieros.
Recuerdo las innumerables conversaciones nocturnas sobre una
chica que lo cautivó y que le inspiró un libro de poesía. En este proceso creativo
Francisco alternó los roles de narrador verbal y escritor, porque me relataba
algunos aspectos de las conversaciones, los cruces de miradas, los roces de
manos, la expectativa que le despertaba esos encuentros en el espacio de un
fría y convencional oficina. Tengo presente el esmero con que digitó sus
poemas, los imprimió, recopiló, mandó a empastar de manera primorosa y con el
corazón henchido de emoción se los obsequió a la fuente de inspiración.
Como aficionados a la literatura, ambos le dimos seguimiento
a la inédita campaña por la Presidencia de la República de Perú que disputaron
en 1990 el novelista, Mario Vargas Llosa y un emergente y hasta ese momento
desconocido candidato, Alberto Fujimori. Estábamos anonadados por la capacidad
narrativa del laureado escritor y quedamos perplejos cuando fue vapuleado en
segunda vuelta por el político de ascendencia japonesa. Cuando salió el libro
“Un pez en el agua”, que relata las peripecias de esa campaña presidencial,
Francisco lo vio en los estantes de una librería del centro de San Salvador y
juntos fuimos a comprarlo.
Fue un prolífico hacedor de canciones, creo que en un lustro
habrá escrito al menos cuatrocientos temas, de los cuales musicalizó algunos
con acordes básicos de guitarra. Atesoro en mi precaria memoria tres de esos
temas “Pequeña Golondrina”, “Las fuerzas doradas”, y “Ardiendo de amor”. La
primera es una tonada quejumbrosa que describía la clásica historia de la amada
viajera, que vuela sin brújula, sin hacer nido, dejando un vacío faraónico en
quien la ama. “Las fuerzas doradas”, retratan las dominación psicológica que
ejercen los grandes medios de comunicación por medio de la alienación y la
transculturización; y “Ardiendo de amor”, es el típico tema erótico, que
describe con ingenio literario el proceso de exaltación que se desencadena
cuando dos cuerpos se entregan en un tórrido romance.
Le agradezco en el alma a Francisco que sobreponiéndose a
los chistes y las bromas pesadas de algunos de sus compañeros, interpretó a
principios de los noventa “La reina de mis sueños”, uno de los temas de mi
autoría, en una de las veladas de su colegio, con acordes de rock and rol y
coreografía incluida. Sin duda uno de los recuerdos más entrañables de mi
existencia, que me colmó de súbita alegría, fue ver a mi amigo en el auditórium
del Ministerio del Interior entonando aquella canción, vistiendo traje azul
negro y corbata roja y flanqueado por cinco bellas señoritas. Aún resuenan en
mis oídos los gritos y aplausos del público. ¡Un sueño hecho realidad!
Hacia 1992 Francisco ingresó a laborar en el área de
mensajería de la Universidad José Matías Delgado, justo el centro de estudios
de donde yo había egresado un año antes, y allí le dio acucioso seguimiento a
la obra y a la personalidad del connotado escritor David Escobar Galindo,
rector de esa casa de estudios. Conversaba con la secretaria personal del
escritor, quien le obsequiaba copias mecanografiadas de los artículos y poemas
aparecidos en los periódicos, al tiempo que asistía a los convivios que aquel
celebraba con motivo de las festividades de fin de año y así Francisco alternó
con decanos, vicedecanos, docentes a tiempo completo y otros empleados
administrativos.
Como narra Francisco en su testimonio, un demonio llamado
alcoholismo se posesionó de él durante el lapso de doce años, y vivió las
turbulencias propias de ese desvarío que lo llevaron a ser huésped de la
prisión y el hospital y estar al filo de la muerte a manos de antisociales. En
uno de estos delirios mi amigo fue participe de un altercado que, además de
acarrearle lesiones, desembocó en la rotura del parabrisa de un taxi, destrozo
que condujo a Francisco a prisión bajo cargos de daños, ilícito que no era
conciliable.
A raíz de ese percance, un soleado domingo tuve un forcejeo
verbal con el propietario del taxi, advirtiéndole que el lunes se le pagarían
los daños y que no se mostrara ofendido en los tribunales, porque se decretaría
auto de formal prisión. El agraviado insistía que si no recibía el pago ese
domingo se mostraría ofendido en los tribunales, mientras le insistía que era
imposible pagarle, pues los bancos estaban cerrados. Ante la intransigencia del
interlocutor, estallé en irá y le dije: —Los daños se le pagará mañana sin
falta y si denuncia al detenido lo hundo en la cárcel, bajo cargo de lesiones —
El propietario asintió y Francisco fue sobreseído definitivamente.
Con las terapias grupales de Alcohólicos Anónimos, Francisco
logró exorcizar ese demonio del alcoholismo que lo asediaba. Asistía sin falta
todas las noches al grupo “Fe y acción”, ubicado sobre la Calle 29 de agosto,
del Barrio Candelaria. En algunas ocasiones lo acompañé y presencié los
altercados verbales que se daban entre los miembros. En su mayoría eran
carpinteros, zapateros, sastres, mecánicos, vendedores, hombres humildes, con
rostros adustos, de modales toscos y hablar golpeado, que disparaban verdaderas
máximas morales que intercalaban con su típico lenguaje soez. Francisco tuvo
que soportar los reparos a su lenguaje florido y refinado que devenía de su
pasión por la alta literatura. En ese singular crisol pulió sus dotes oratorias
que luego lo catapultaron a ser predicador evangélico a escala internacional.
Transcurría la tarde del 14 de septiembre de 2004, el sol
brillaba esplendente sobre el camposanto Jardines del Recuerdo, estábamos
despidiendo al ser humano más importante en mi vida. Allí estaba Francisco
Medrano Valencia, con su mirada enérgica, con su talante firme y la Biblia en
mano, junto al ataúd de mi padre. Su prédica vibrante me caló hondo. Comparó a
mi padre con el Rey David. Dijo que mi progenitor al igual que el Rey David
había batallado contra gigantes, como la pobreza, la orfandad, la falta de
oportunidades. Y había salido victorioso. Subrayó que sorteando grandes
vicisitudes fundó una empresa, una familia, fue para sus vástagos el padre que
él nunca tuvo y dio lo mejor de sí para su terruño.
Dos sentimientos afloran cuando reparo en Francisco:
gratitud y admiración. Gratitud y admiración por haber cubierto de manera
excepcional un rol indispensable de amigo leal, por ser gran conversador, por
el fuerte influjo que cultural que ejerció sobre mí, por formar parte de mis
mejores recuerdos y particularmente por ayudarme con su memorable prédica a
descifrar la magnificencia espiritual de mi padre, cuya memoria asocio desde
aquel día con la impactante vida del Rey David. ¡Gracias Francisco por tu
benéfica amistad!
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