martes, 26 de noviembre de 2024

EVOCANDO A MIS AMIGOS

Por Joaquín Rivera Larios



Cuando pienso en ese sentimiento tan noble que entraña la amistad saltan a mi memoria varias tonadas memorables con enorme suceso en los años ochenta y noventa:  “Amigo”, “Quiero tener un millón de amigos”, ambas de Roberto Carlos; “A mis amigos”, y “Cuando un amigo se va”, ambas de Alberto Cortez (1940-2019).
                                        

    

De estas tonadas exquisitas me impacta particularmente “A mis amigos” del cantautor argentino Alberto Cortez, cuyo estribillo destaca: “Un barco frágil de papel/ Parece a veces la amistad/ Pero jamás puede con él/La más violenta tempestad/ Porque ese barco de papel/tiene aferrado a su timón/Por capitán y timonel/ un corazón”.

Tales canciones, además de acariciar el alma, retratan con elocuencia el apoyo emocional o psicológico que nos dispensan cuando sufrimos quebrantos, la paciencia y tolerancia que nos tienen frente a nuestros exabruptos. Para mí la amistad simbólicamente representa una mano perennemente extendida.   

Los amigos son socios en la alegría y en el dolor, están allí para agasajarnos cuando triunfamos, y nos llevan el pañuelo para secar las lágrimas. Nos dan el consejo exacto y palabra de aliento, estimulan nuestras áreas fuertes y recriminan nuestras debilidades. Son un ancla y un refugio cuando azota la tempestad. Como bien dijo el escritor español Francisco de Quevedo: "El amigo debe ser como la sangre, que acude a la herida sin esperar que la llamen". 

BARRIO CONCEPCIÓN

No hay día que no recuerde a mis amigos, comenzando por mi cómplice de juegos e inquietudes en la más temprana infancia, Eduardo Uribe Lemus, vecino en el Barrio Concepción, con quien formamos un teatro de títeres e hicimos en 1980 varias presentaciones para los niños de la cuadra, con los icónicos muñecos de Plaza Sésamo: Epi y Blas que mi hermana Gladis me compró en Almacenes Siman.


 
                    
Mi hermano Álvaro me hizo el guion que dio pie a la escenificación de la obra. La sala de la antigua casa de bahareque en el Barrio Concepción se colmó de niños que se encendieron en júbilo cuando los títeres aparecieron en escena.

Hacia 1977 uno de los muñecos más icónicos que tuve fue Steve Ostin, "El hombre nuclear",  con el ojo y el brazo biónico que levantaba una estructura de metal, alusivo a la popular serie de televisión de los setenta,  juguete que mi hermana Gladys me compró en la extinta Librería Hispanoamérica, ubicada enfrente a la Plaza Morazán, al hiper mega precio de cuarenta y dos colones. Eduardo Uribe a los meses apareció con otro muñeco casi idéntico y me decía que el suyo era mejor.




Un día sin despedirse, cuando frisaba los diez años, Eduardo Uribe, partió rumbo a Norteamérica con su abuelita materna y no supe más de él. Pasé varias navidades añorando su presencia. Las festividades sin aquel compinche de juegos y travesuras no fueron igual. 

No encontré otro aliado de aventuras con el que pudiera congeniar de manera tan espléndida. Y qué decir de los juegos de fútbol en la calle que disputábamos con Eduardo, en los que teníamos que huir de la Policía Municipal que de manera abrupta interrumpía los partidos y nos decomisaba la pelota de plástico.

COLEGIO UNIÓN 890

Pasé al Colegio Unión 890, un colegio fundado el 4 de junio de 1924 y allí mi mejor amigo respondió al nombre de Juan José Rivera, era un destacado basquetbolista, en un pequeño colegio donde nadie se apasionaba por el deporte de las cestas. 

Con Juan compartimos aula, juegos y travesuras en primero, segundo y sexto grados (1975, 1976 y 1980), bajo las enseñanza y la tutela de abnegadas y estrictas maestras: Elba Orellana de López, Haydee Cortez de Martell y Elia Matilde Benavides de Guzmán (1917-2012). De las tres docentes la más estricta era doña Elia,  quien sabía combinar el rigor con el afecto y el estímulo positivo.      

Pese a su hiperactividad y a su indoblegable espíritu seductor, Juan José, era un alumno muy dedicado y compartía el segundo lugar con la más atractiva compañera de sexto grado, Paty Doñan, quien después pasó al Colegio la Divina Providencia, en el Barrio Concepción, a una cuadra de donde se encontraba el Colegio Unión 890. 




Gracias a su incontrolada pasión por el baloncesto Juan llegó a figurar en los juegos estudiantiles con el Don Bosco, entonces dirigido por Kike Samour y en la Selección Nacional juvenil.

                                        
Recuerdo que en 1980 el profesor de Educación física armó un trabuco para enfrentar a un equipo del Instituto Cultural Miguel de Cervantes, el único jugador diestro con que contábamos era Juan José, los demás eran jugadores lerdos, improvisados, sin destreza en el deporte de las cestas. Me entrené para jugar, pero el profesor hizo jugar a toda la banca, menos a mí.

El resultado fue una paliza descomunal de 60 a 0. A Juan el marcador tan humillante lo hirió en su amor propio, a tal grado que cuando pasé a estudiar al Instituto Cervantes, me llamó por teléfono un par de veces, para ver si quien escribe podía gestionar un partido de revancha, esta vez con un equipo del Colegio Don Bosco en el que jugaba Juan.

INSTITUTO MIGUEL DE CERVANTES

Hacia 1981 ingresé a séptimo grado en el Instituto Cultural Miguel de Cervantes, y allí tuve profesores jocosos como don Miguel  Angel Alas, Director de Tercer Ciclo,   Efraín Cerna “Larry”, el profesor de inglés y docentes muy serios como Miguel Angel Rodas, el profesor de Idioma Nacional, Luis Crisanto Lemus, de Estudios Naturales, Regulo Pastor Murcia, de Estética. Todo tercer ciclo lo cursé en una vetusta casa de dos plantas que llamábamos “el gallinero”. 

En aquel plantel entablé amistad con José Ricardo Lemus Artiga, nieto del ex presidente de la República, José María Lemus (1911-1993), quien en aquel entonces aún vivía en el exilio en Costa Rica. En su semblante veía el rostro del ex gobernante, desde que lo vi supuse que existía parentesco.

Ricardo Lemus, era  blanco, nariz respingada, muy pulcro y ordenado, juicioso y prudente, en el trajinar a su casa, ubicada en una esquina de la Colonia Guatemala, saludaba animosamente a cuanto transeúnte encontraba. Fue el segundo lugar en Primer año de Bachillerato sección “B”. Conocí a su abuela paterna, una señora de piel blanca que denotaba haber sido muy guapa en su mocedad. Entre los adornos que decoraban su casa, recuerdo un pequeño busto con el pecho de tela y las insignias militares del ex Presidente Lemus.

Cuando me inscribí en 1984, para hacer el examen de admisión en el Colegio Bautista, exhorté a Ricardo Lemus, para que se examinara también, pero me dijo que los ingresos de su familia no daban margen para pagarle un colegio más caro. En 1993, arribó al país procedente de Canadá, donde residía, y lo vi en la Fiscalía General de la República, cuando tramitaba el cobro de un seguro de vida de su padre quien era Ingeniero y a su vez Jefe de una precaria oficina de informática que existía en esa institución.

El Ingeniero Lemus falleció una fatídica madrugada de enero de 1993 en su casa de habitación donde vivía solo, aparentemente por obra de las damas de la noche que solían poner sedantes en las bebidas alcohólicas. Me dio tristeza reflexionar cómo los problemas económicos provocan la emigración y la desintegración de la familia con consecuencias impredecibles, en este caso la muerte del cabeza de hogar.

COLEGIO BAUTISTA

En 1985 recalé en el Colegio Bautista de San Salvador, donde alterné con compañeros de un estamento social ligeramente superior. La mayoría de alumnos eran hijos de empleados, maestros y profesionales, militares, prósperos comerciantes. Las diferencias académicas, socioeconómicas con la mayoría de compañeros eran ostensibles. No accedía a algunas festividades y reuniones sociales, justamente por esas evidentes diferencias.



Era una etapa crucial de nuestra adolescencia, donde los rechazos románticos y los amores no correspondidos, están a la orden del día, donde los sueños de romances al estilo Hollywood con beldades se elevan como barriletes en nuestras mentes febriles.

No era raro que nuestro horizonte se tiñera de melancolía, a raíz de expectativas insatisfechas. Justo en esa época de crisis inherente a la adolescencia encontré enorme afinidad en mi amigo Juan Francisco Segura (marzo, 1968), oriundo de San Juan Nonualco, departamento de La Paz, aparte que éramos vecinos, compartimos las mismas inquietudes, y nos hermanó la música, bajo cuyos acordes de guitarra apaciguamos nuestros ímpetus juveniles, y creo también nos unían los amores platónicos que alimentábamos y que nos inspiraban a hilvanar letras de canciones y musicalizarlas.

VECINOS Y AMIGOS DE BARRIO

A esta sinergia creativa se sumaron Francisco Medrano Valencia y Rubén Paz, vecinos en el Barrio Candelaria de San Salvador, nos unimos frente a una vieja radiocasetera para componer canciones impulsados por una emoción desbordante, entre ellas, “Obsequiemos amistad”, una tonada que enaltece ese noble sentimiento, describiendo en una de sus estrofas y en su estribillo: “El buen amigo suele ser,/ un guía en la oscuridad,/el buen amigo suele dar/refugio en la tempestad…Obsequiemos amistad/bondad, sinceridad/porque amistad/es fuente de felicidad..."


Los gratos momentos que departimos en épocas remotas con nuestros amigos, al calor de algún pasatiempo, paseo, excursión  o  velada escolar,   se vuelven eternos en nuestros recuerdos, generando una sensación de satisfacción mezclada con nostalgia, justo esa nostalgia que genera el hecho de interiorizar que aquellas vivencias solo existen en nuestra memoria y que nunca volverán.     


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