Por Joaquín Rivera Larios
La practica de las virtudes demanda dos cualidades indispensables: la sinceridad y la firmeza. La practica de la generosidad, el amor, la humildad, la mansedumbre, no debe ser una expresión de hipocresía, un ejercicio de vanidad, ni actos que revelen debilidad, duda o desconfianza. Hay un frase que dice que la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud.
Desde luego la virtud debe brotar de un espíritu genuino, puro, integro, no puede ser un juego de apariencias, la sinceridad es la raíz, la base y savia de todas las virtudes, de lo contrario los actos humanos, aunque en apariencia sean nobles, se corrompen. La rectitud, sinceridad, buen corazón, son producidas por la mente humana, no se pueden comprar y se cultivan mediante la instrucción y la vivencia valórica.
Uno de los rasgos que caracterizan el carácter humano, es la duda, el doble o el triple ánimo, los cambios abruptos de actitud. Se ubican en una posición luego en otra según varían o fluctúan las aguas de la conveniencia; y la virtud requiere decisión y firmeza.
No se puede vacilar a la hora de rechazar una propuesta indecente, o ilícita. Los valores deben ser la brújula, hay que saber decir “No”. No hay que prestarnos a acciones denigrantes para poder sobrevivir.
La firmeza es un requisito que precede a la practica de la virtud, Winston Churchill, el Primer Ministro inglés durante la Segunda Guerra Mundial, dijo: “La firmeza es la primera de las cualidades humanas porque es la cualidad que garantiza las otras”.
Las personas veletas, suelen ser oportunistas, despersonalizadas manipulables, se dirigen a donde las lleva el viento, cultivan la hipocresía, carecen de autenticidad. No les interesa atropellar a otros para estar bien o escalar posiciones. Al respecto recuerdo aquel tema que canta Lucero: “Veleta/Ni sabes a donde vas/Ni entiendes lo que es amor/Tu única ley/El palo que te sujeta…”
Es imperativo aprender a descubrir la luz en medio de las tinieblas, aprender a distinguir cuál es la mejor opción de actuación frente a las múltiples encrucijadas y peripecias que se nos presentan en un mundo cada vez más cambiante. Hacer lo correcto requiere no solo fortaleza, sino sobre todo, sabiduría.
Hay que hacer cotidianamente un ejercicio de autoanálisis y autoevaluación de nuestras actitudes y conductas, a fin de cultivar y fortalecer nuestro mundo interior de cara a neutralizar cualquier influencia perniciosa del mundo exterior. Actuar con base en principios y valores, y no al calor de emociones malsanas, requiere ver los efectos de nuestros actos a corto, mediano y largo plazo. El mal que prodigamos a otros retorna a nosotros con más fuerza destructiva.
“Mejor es dominarse a sí mismo, que conquistar una ciudad”, rezan las sagradas escrituras en Proverbios 16: 15. Existe en la humanidad una inclinación ancestral hacia el mal, batallar porque prevalezca el bien es nadar contra corriente. La vida es literalmente una guerra frente a multiples asechanzas que merodean en nuestro entorno.
Me martilla aquella frase de Friedrich Nietzsche: “Nada más hipócrita que la eliminación de la hipocresía”. Ciertamente, no hay una sola persona virtuosa que pueda ufanarse de ser cien por ciento sincera, es necesario librar esa lucha en el campo de batalla de la mente, para minimizar esta lastre que contamina nuestros actos.
En una sociedad, donde la traición, la mentira y la hipocresía son rutina, no hay que permitir que los malos estímulos nos roben la paz y nos corten las ansias de alzar el vuelo. Hay que ocultar detrás de una sonrisa y de un rostro apacible, las heridas y cicatrices más profundas. El escritor argentino José Ingenieros escribió: “A los hombres fuertes les pasa lo de los barriletes, se elevan cuando es mayor el viento que se opone a su ascenso"
En esta época alicaída en la que emerge la generación de cristal, muchas veces el simple hecho de demostrar solidaridad es un acto mal visto, porque siempre andamos pensando que los demás nos ayudan a cambio de algo, lo cual nos lleva a pensar se ha perdido el sentido de humanidad entre nosotros mismos.
Immanuel Kant sostuvo que el ser humano es un fin en si mismo, no debe ser utilizado como medio. Sin embargo, muchos que dicen Amar a Dios sobre todas las cosas ven como escoria al prójimo, lo instrumentalizan con mezquinos propósitos y su incapacidad de amar los vuelve analfabetas emocionales.
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