domingo, 29 de septiembre de 2019

HEREDERO DE SUEÑOS





Por Joaquín Rivera Larios

Cuenta tía Rosa que mi padre cuando niño hablaba que sería tenor, un gran orador, y con un aire de arrogancia les decía a sus hermanos más pequeños que al cabo de un tiempo solo sabrían de él a través de los periódicos. En mayo de 1935 murió Carlos Gardel, hundiendo en la tristeza a millones de seguidores que ansiaban verlo en persona, mi padre en su honor escribió un emotivo poema. Ya grande soñaba con emular la obra de Henry Ford, en lo que concierne a la producción en serie de mercancías, con la diferencia que él no visualizaba producir a escala industrial vehículos, sino muebles, zapatos y otros productos.

Mi padre amaba entrañablemente la palabra elegante, refinada y persuasiva, presumo que se consideraba hermano menor de Rubén Darío, Amado Nervo, Pedro Calderón de la Barca, Vargas Villa, a quienes evocaba frecuentemente en cualquier tertulia, replicando trozos de sus poemas. Escuchaba maravillado a grandes oradores de la talla de Braulio Pérez Marcio y Manuel Bernal, el primero tenía un programa radial llamado “La voz de la esperanza” y el segundo grabó discos de vinilo con sus conmovedoras declamaciones, la más celebre de todas el “Brindis del bohemio”.

El autor de mis días creció en su infancia con su abuela Coronada y su bisabuela Eduarda Avelar, quien le enseñó las primeras letras, no obstante por las vicisitudes que pasó, bajo el martirio del trabajo infantil y el trato hosco, albergó un sentimiento de orfandad, que lo hacía admirar a los paladines que habían ascendido a la cumbre en las artes, la política, la industria, las letras, remontando grandes privaciones familiares.

Forjado en la cultura del esfuerzo y las privaciones, muy lejos de quienes escalan gracias a la cultura del placer y los privilegios, admiraba a aquel leñador tosco y rudo, de gran estatura, pero de un corazón enorme, que llegó a la Presidencia de EE.UU. , para abolir la esclavitud y afianzar la unidad de aquella nación, luego de triunfar en la guerra de secesión. A principios del nuevo siglo mi padre era asiduo usuario de la biblioteca Municipal de Mcallen, Texas, y allí hurgó la vida y obra de Abraham Lincoln.

Nació dos años después de la muerte del príncipe de la literatura castellana, Rubén Darío, ocurrida el 6 de febrero de1916, pero narraba en sus conversaciones cotidianas su majestuoso y mutitudinario sepelio tan vívidamente como si hubiese estado presente, honras fúnebres que se desbordaron al congregar aproximadamente quince mil personas, se dispararon cañonazos, múltiples discursos, ochenta músicos ejecutaban marchas hasta sus exequias finales en la Catedral de León, en su natal Nicaragua.


Rendía perenne tributo en sus charlas a la inteligencia superior de Charl Spencer Chaplin, que nació en la más miserable pobreza, con padres extraviados en los vicios y la locura, pero con el bendito virus de la genialidad que lo llevo a ser el mejor comediante en la historia del cine. Una frase de Chaplin revela los dones que mi mentor tanto admiraba: “Hay que tener fe en uno mismo. Ahí reside el secreto. Aun cuando estaba en el orfanato y recorría las calles buscando qué comer para vivir, incluso entonces, me consideraba el actor más grande del mundo. Sin la absoluta confianza en sí mismo, uno está destinado al fracaso”.

Los sueños cuando echan raíces profundas en el corazón, dan un vuelco a la vida, la ponen patas arriba. Parece locura perseguir utopías, pero es más descabellado irte al sepulcro sin haberlo intentado. Mi padre también vivía resucitando a grandes empresarios y elogiaba sus hazañas. Hablaba mucho de Raúl Molina Cañas, fundador de Pan Lido en 1944, quien consolidó una empresa líder dentro del país por varias décadas. Con el tiempo las variedades de Pan Lido, se convirtieron en productos nostálgicos, y el público hizo suya el slogan: “Yo de Lido no me olvido”.

Otro empresario salvadoreño que martillaba la memoria de mi progenitor fue Gustavo Adolfo López, el fundador de Laboratorios Lopez en febrero de 1949, empresa fabricante de Dolofin, Cloten, Bacaolinita y otros productos farmaceúticos de consumo masivo en nuestro terruño. Lo recordaba en sus inicios, viajando en moto y comiendo en comedores populares.

El autor de mis días edificó dos casas, pero su anhelo era construir grandes edificios, y en ese rubro, solía admirar al arquitecto empírico José María Durán, quien junto a su yerno, el expresidente de la República, José Napoleón Duarte, construyeron el edificio del Hospital Bloom, Iglesia don Rua, la Catedral, la Cafetalera, el Liceo Salvadoreño. Solía decir que don Chema Durán por su talento natural, sin ser egresado de una universidad, superaba con creces a muchos ingenieros graduados, ya que sus edificaciones se habían mantenido en pie luego de varios sismos.

Mi progenitor fue muchas cosas: obrero, empresario, fabricante de muebles metálicos, comerciante, amante de la literatura, pero sobre todo fue un iluso que soñaba alto. Sus realizaciones materiales fueron pequeñas, en comparación a sus gigantes sueños. Pero hoy que lo recuerdo y echo una mirada a su descendencia creo que esos sueños cayeron en tierra fértil: sus hijos Alvaro (escritor) Cesar (locutor y publicista); sus nietos Dustin Benjamin(actor y cineasta), Gabriela (psicológa y comediante), Eduardo Josué y Deborah (pastores evangélicos). Todos ellos cultores de la palabra.

Reflexiono que las quimeras que se abrazan con pasión y que se esparcen en los círculos de influencia tienen un gran valor, son como semillas que no sabemos dónde ni cuándo van a germinar. Cuando leo, escribo, abordo tribuna para dirigirme a un auditorio, siento que persigo los anhelos que el autor de mis días esparcía al viento en sus animadas conversaciones cotidianas. Y a veces pienso que los sueños valen tanto como las realizaciones.

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