Por Joaquín Rivera Larios
La sociedad de consumo no has enseñado que lo que importa es
tener, es detentar cosas materiales, nutrir el ego o la vanidad, lucir una
apariencia envidiable, vestir atuendos finos y caros, que es más importante
atesorar bienes para beneficio personal que servir a otros, que procurar hacer
acciones que mejoren aunque sea un ápice la calidad de vida de nuestros
semejantes. Y en este orden desquiciado opera una perniciosa subversión: los
valores aparentes son más importantes que los reales.
En este mundo inalámbrico, el éxito se ha vuelto una carrera
frenética para alcanzar metas, de cara a satisfacer sentimientos de avaricia,
ostentación, egoísmo, mezquindad, individualismo, sin importar a cuantos
atropellamos en el camino.
Dos tonadas añejas nos dan perspectivas diferentes de lo que significa ser ganador. La primera es “Éxito” de Luisito Rey (el padre de Luis Miguel) y la segunda “Mi éxito” de Mario Pintor. Rey dibuja el triunfo como un camino tortuoso que sigue el artista, lleno de sufrimiento, hambre, dolor, noches amargas, humillaciones, hasta lograr la cima, es decir una alta posición. Pintor bosqueja que el logro radica en pensar en Dios, tener fe, perdonar en vez de odiar, recibir las gracias del amigo al que ayudamos, levantarnos luego de cada caída, aceptarnos como somos.
Ciertamente, esta senda digna de Quijote, con frecuencia conlleva una pasantía por el desierto o por el infierno terrenal, y no es extraño sufrir una lluvia de críticas o improperios sobre la marcha. La mediocridad nos hace pasar inadvertidos, pero el éxito enciende la envidia y el odio. Ya lo dijo el gran pintor Salvador Dalí: "El termómetro del éxito no es más que la envidia de los descontentos”.
El verdadero logro es dar lo mejor de si al mundo, aunque no
seamos correspondidos, construir, aunque otros puedan destruir lo que
edifiquemos, tender la mano, apostar por el bien y la verdad, aunque seamos
vilipendiados. Cumplir metas de superación, pero con la idea de socializar tus
talentos para que lleven auxilio, consuelo, contentamiento a quienes se
encuentran ávidos de luz, de esperanza, de rumbo, de soportes.
Ser un campeón en la vida, tiene un costo: grandes
sacrificios, grandes caídas, grandes fracasos. Despertarte temprano, cansarte
hasta que ya no puedas más, dar más de lo que te piden, prepararte, te llevará más temprano que tarde
a cumplir todas tus metas. Nadie mejor que Silvester Stallone para enseñarnos una filosofía del éxito, asociada a la capacidad de asimilar golpes sin dejar de avanzar. Stallone personifico
a Rocky Balboa, el campeón mundial de pesos pesados, en 7
ocasiones, cinco como boxeador y dos como entrenador, escenificando guiones salpicados de tintes
autobiográficos.
El triunfo es abrir surcos y senderos que otros puedan transitar.
Es conquistar el cielo para que su luz se expanda sobre otros. Es abrir
puertas, ventanas, derribar muros, destrozar los obstáculos, para oxigenar y
allanar el trajinar de otros caminantes. Es apuntalar el desarrollo pero con
una visión colectiva.
Unas cuantas onzas de altanería, soberbia o vanidad malogran
un quintal de mérito. El triunfo es consustancial a la humildad y a la
mansedumbre. Juan Manuel Fangio, el campeón argentino de Fórmula 1, solía
decir: “Hay que tratar de ser el mejor, pero nunca creerse el mejor”. El éxito
exige no vanagloriarse de nuestras virtudes y permitir que otros las
descubran. Cada estribo que subamos en
la escalera del triunfo, paralelamente lo debemos subir en humildad y sencillez,
cualidades que nos abrirán todas las puertas.
Al final nuestro legado no estará constituido, por los
títulos académicos, por la fortuna que hemos acumulado, nuestro legado serán
aquellos actos benéficos que paliaron necesidades, aquellas iniciativas que
emprendimos para expandir el bien común, para multiplicar dones, para hacer
brillar la estrella que habita en cada ser. Ya lo dijo Michelle Obama: “El
éxito no es cuanto dinero hagas, si no la diferencia que haces en la vida de
las personas”.
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