miércoles, 21 de abril de 2021

RICHARD NIXON Y YO

 Por Joaquín Rivera Larios

 



No es que ignore el plan Cóndor o la nauseabunda guerra de Vietnam, la oprobiosa injerencia del imperio estadounidense en los asuntos de otros países o el escándalo de espionaje Watergate, en los que como máximo líder del país de las barras y las estrellas, el expresidente Richard M. Nixon, tuvo que tener alguna incidencia.

Pero haciendo a un lado la inmundicia que acompaña irremediablemente poder y la política, es innegable que Nixon tuvo también un aura carismática que lo mantuvo en la primera línea de la política estadounidense por más de dos décadas.




Quizá mi interés por conocer al personaje arranca de los relatos que hacía mi padre de la visita que aquel hizo a San Salvador el 15 de febrero de 1955, cuando abruptamente rompió su itinerario, y se dirigió a una barbería ubicada en el Barrio Santa Anita, donde procedió a quitarse el cabello, causando enorme revuelo en la población que seguía expectante la visita. El incidente apareció en las primeras páginas de los periódicos al día siguiente. El establecimiento cambio su nombre de Barbería Americana a Barbería Nixon, y el dueño mandó a encuadrar el billete que el famoso político le dio en pago.





Su visita a El Salvador, igual que la del presidente Lindon B. Johnson en 1968, era muy comentada varios años después. El 15 de febrero Richard Nixon fue recibido en el Aeropuerto de Ilopango por el entonces Canciller Guillermo Trabanino. Se reunió en Casa Presidencial con el presidente Oscar Osorio (Véase la foto).En nuestro país visitó un proyecto de viviendas en Santa Tecla, la “Escuela Americana”, en la Colonia  San Benito. En Santa Tecla, recibió las “Llaves de Oro” y fue declarado “Huesped de Honor”. Visitó también el Centro Nacional de Agronomía. Participó en el Homenaje a los Próceres de la Independencia en el Parque Libertad, al tiempo que la “Banda de la Guardia Nacional” entonaba las notas del himno de Estados Unidos y luego el nuestro, Nixon gritò “¡Viva El Salvador!”                                                                     
                             

Es curioso, pero una de las anécdotas que  me inspiraron a escribir el año 2011 un libro sobre mi padre, fue justamente el discurso pronunciado el 9 de agosto de 1974 por Nixon, al renunciar a la Presidencia de Estados Unidos y abandonar la Casa Blanca, en el que enalteció la abnegación y heroísmo de sus progenitores, y al referirse a su papá dijo: “Mi padre fue un hombre común…un hombre al que se le consideraría pequeño, pero él no se consideraba como tal, pero fue un gran hombre, porque cumplió con su trabajo, y cada trabajo cuenta hasta el máximo, a pesar de lo que pase…”
                             

                                      
Y fue el libro "Richard Nixon, en la Arena. Memorias de victorias, derrotas y renovación" (1990), el que me permitió justipreciar en vida la valía de mi padre, obra autobiográfica que tuve la fortuna de leer hacia 1993, gracias a una gentil cortesía de mi apreciado amigo Carlos Mauricio Molina Renderos. Ahí relata la relación el ex gobernante tuvo con su progenitor, Frank A. Nixon (1878-1956), y como éste lo apoyó a ganar concursos de oratoria, cuando era un adolescente.                                                                                                                        
                                                                             
Narra Nixon que cierto día iba a sostener un debate, en el que un exponente abrazara la postura que los insectos eran perjudiciales para la naturaleza, y el otro que eran beneficiosos. Y el autor de sus días lo llevó con un ontomólogo, para que lo asesorara. Relata también que mientras afeitaba a su papá que yacía en su lecho de muerte, éste lo animaba a luchar para llegar más alto. Es decir, lo instaba a pelear por la presidencia de Estados Unidos. En esa época Nixon era Vicepresidente bajo la administración del General Dwiet D. Eisenhower.


Y así fue, la memoria de sus padres fue una cascada de inspiración en la carrera de grandes altibajos de Nixon: ascendió al poder, experimentó deshonrosas derrotas, pero se reivindicaba. Sin duda fuerzas ancestrales lo llevaron a ascender a la cúspide del poder, y a remontar con gran determinación cada tropiezo. Perdió la batalla por la Presidencia en 1960 frente a John F. Kennedy, en apretada elección, por poco menos de 113.000 votos, sobre un total de casi 69 millones, el margen más ajustado desde 1900. Posteriormente, fue fulminado en la contienda por la Gobernación de California en 1963, y cuando muchos creían que era un cadáver político, volvió a la arena y resucitó, ganando dos elecciones presidenciales sucesivas en 1968 y en 1972.   
                      
                                  
Incluso después del escándalo de espionaje Watergate, que lo convirtió en el único  presidente estadounidense que ha dimitido, escribió seis libros y viajó por el mundo como un respetado estadista, en medio del descrédito y la censura popular que conllevó su expulsión del poder. Fue sepultado con honores el 27 de abril de 1994.                                                                                                             
Aunque nunca he sido fanático de la televisión hacia 1992, vi la película “Los últimos días” (The final Days), también conocida como “Watergate, El Escándalo”, producida en 1989 que escenifica los últimos meses de Richard Nixon en la presidencia, protagonizada por el extinto actor Lane Smith y dirigida por Richard Pierce. Pues bien, fui literalmente estremecido por el discurso que pronunció Nixon, el 8 de agosto de 1974 al despedirse del personal de la Casa Blanca, luego de su obligada dimisión.                                                 

La escena del conmovedor discurso la grabé en formato VHS, y la vi en innumerables ocasiones, impactándome no solo el contenido del mensaje, sino también el llanto del auditorio que escuchaba atento al mandatario.
                                                                                          


                      
Por la tensión acumulada, la despedida fue muy traumática, su elocución fue un tanto incoherente y su presentación balbuceante, sin embargo, estuvo llena de frases de sabiduría y reflexión. En su intervención Nixon destacó el corazón de los empleados de la Casa Blanca, que todos eran indispensables para ese gobierno, que estaba orgulloso de ellos.

Admitió que se habían cometido errores pero para beneficio personal ninguno y subrayó que ningún hombre o mujer que llegó a esa Administración la dejó, llevándose más bienes de los que tenía cuando llegó.                                   

Añadió que recordaba a su padre, a quien se le llamaría un hombre pequeño, un hombre común, pero él no se consideraba como tal, primero había operado un tranvía, luego fue granjero, después tuvo una huerta de limones, la huerta más pobre de California, más fue un gran hombre, porque cumplió con su trabajo y cada trabajo cuenta al máximo, pase lo que pase; nadie escribirá un libro que hable de su madre, pero fue una santa, y pensaba en ella con dos hijos muriendo de tuberculosis. Acto seguido pronunció unas inspiradoras palabras sobre la grandeza, la derrota y la mezquindad:

"(...) La grandeza se alcanza, no cuando todo va bien, sino cuando la vida te pone a prueba. Cuando tienes un gran tropiezo. Cuando te decepcionan. Cuando la tristeza te invade. Porque solamente estando en lo más profundo de un valle puede saberse lo magnífico que es estar en la cima de una montaña. Aprovecho esta ocasión para deciros lo orgulloso que me siento de cuantos han estado a mi lado, trabajando conmigo, y sirviendo a este Gobierno y a este país. Tenéis que continuar sirviendo al Gobierno, si eso es lo que deseáis. Pero recordad, que debéis ser los mejores, nunca os desaniméis, nunca seáis mezquinos. Y recordad también que los demás pueden odiaros, pero nada conseguirán si no les correspondéis. Odiándoles, os destruiríais a vosotros mismos. Me despido pues, con grandes esperanzas, elevado espíritu, y profunda humildad (...)"

                                                        

Esta estremecedora elocución del presidente Nixon me dejó una huella perdurable, a tal grado que el día 11 de junio de 1993, que recibí la investidura de Licenciado en Ciencias Jurídicas, pronuncié un discurso en el que adecué el espíritu de aquel mensaje a la ocasión y rendí tributo a mis padres que estaban presentes, a mis maestros más distinguidos (Manuel Arrieta Gallegos, Jaime Quezada y Dafne Yanira Sánchez), y rendí gratitud a la casa de estudios, destacando los méritos literarios de su rector, David Escobar Galindo.                                                                               


   

Fue una ocasión inigualable para destacar las enseñanzas y el sacrificio de mis padres, agradeciéndoles por su valioso e incondicional apoyo, enfaticé el amor al terruño y a la lectura que mi inculcó mi progenitor, su adicción por los editoriales de los periódicos, por el desarrollo tecnológico, industrial y económico; enaltecí el sacrificio, la generosidad, y la abnegación que mi madre desplegó a mi favor, para que pudiera estudiar en un entorno de estímulo positivo, demostrando con su extraordinario ejemplo que no hay amor humano más grande que el amor materno. Presiento que estas expresiones de reconocimiento a la angelical figura materna, despertaron sentidas reminiscencias y las lágrimas brotaron en el auditorio, tal como había ocurrido 19 años atrás en la Casa Blanca.