domingo, 30 de enero de 2022

EL OFICIO DE HERRERO Y LA INDUSTRIA DEL MUEBLE



Por Joaquín Rivera Larios

A principios de la década de los treinta del siglo pasado, fue a las cortas de café y pudo cerciorarse de la paupérrima calidad de vida de los trabajadores agrícolas y las magras prestaciones laborales que reciben. En carne propia constató la rudeza de la faena, así como las condiciones indignas en que comían y dormían los labriegos en las fincas. El choque con la pobreza rural lo estremeció y volvió a la capital, convencido que tendría que aprender un oficio si quería labrarse un futuro mejor.

En su juventud fue aprendiz en Talleres Sarti y Violo, dos importantes empresas de mecánica y fundición, fundadas por inmigrantes italianos. Aunque recibía unos míseros centavos por su trabajo, al final de cada jornada, relataba emocionado lo que había aprendido. Siempre enfatizaba que para aprender oficio, hay que aguantar hambre. De allí arrancó su inclinación por los tornos, fresas, prensas hidráulicas, máquinas de fundición, por crear artefactos mecánicos que posibilitaran la producción en serie de alguna mercancía.                                                          

Laboró también en la Casa Castro, donde vendía mobiliario de oficina, plumas Parker y otros accesorios, allí lo encontró el destino cuando en abril de 1944 se dio la famosa huelga de brazos caídos que puso fin a trece años de Martinato. Ahí también fue compañero de Ricardo J. López, quien por varios años fue Presidente de Cruz Roja Salvadoreña, y Ministro de Hacienda en el período de José Napoleón Duarte.

Admiraba su oficio, pero también tenía un respeto hacia lo complejo y amplio que era la mecánica, por eso solía decir que él con mucha pena se ponía Mecánico en su Cédula de Identidad Personal o en el Documento Único de Identidad, lo hacía solo para cumplir el requisito de ponerse un oficio, porque él apenas tenía un dominio mínimo, para todo lo vasto que era esa rama del conocimiento.                                                      


                                                                     
Su incursión en la industria del mueble comenzó en 1948 con la fabricación de mesas para maquinas de escribir que hacía en talleres que alquilaba: en uno forjaba las patas, en otro las soldaba y pintaba. Cargaba las mesas en proceso de fabricación de un taller a otro. Posteriormente ofreció estos muebles en un almacén y ahí le dijeron que los dejara en depósito y que los propondrían al Ministerio de Educación. Así surgió la idea de ofrecerlas a esa cartera de Estado, prescindiendo de intermediarios.
                                                     


La dura faena modeló su recia personalidad, enfrentó la orfandad con entereza, sorteó la pobreza, emergió de un humilde mesón de barrio y se forjó modestamente un nombre en la obra de banco, creando a principios de los años cincuenta “Muebles Metálicos Rivera”. Sabía que su trabajo por modesto que fuera, contribuía al engrandecimiento económico del país.                                                                    

En este oficio se forjó de forma autodidacta y fue un pionero en el país, porque antes de él, los muebles de metal eran importados. Inició de casi manera artesanal una industria, copiando el mobiliario extranjero, en más de algún caso compró un escritorio o una mesa secretarial y la desarmó para descifrar su confección.

                                            


Pero de pronto se encontró que tenía pedidos, pero no tenía dinero ni acceso a créditos en las ferreterías, y entonces apareció la figura providencial de don Beto Ramos, a quien mi padre le había hecho unos canales y se los había colocado a su entera satisfacción a un precio muy módico. Don Beto le dio el espaldarazo inicial, al contactarlo con don Max Freund de Almacenes Freund y Vidri, empresas que le otorgaron crédito.

                                            



                                                                    
Así comenzaría una industria relativamente florida. Uno de sus primeros clientes fue Walter Avelis, un alemán que había venido huyendo de la segunda guerra mundial, y que representó por varios años las máquinas de escribir Trium. Posteriormente, amuebló oficinas del Ministerio de Educación, Consejo Central de Elecciones, Fértica, Banco Hipotecario, Banco de Fomento Agropecuario, Banco de Comercio, Televisión Ejecutiva, Clínica Mater, Pizza Hut. A su negocio llegaron en el plan de clientes:  Mariana Uriarte de Sánchez Hernández, ex Primera Dama de la República; Pío Romero Bosque, nieto del expresidente de la República, así como muchos médicos, abogados, ingenieros, odontólogos, etc.  



En la difícil tarea de comercialización de los muebles, siempre vio con desdén a los intermediarios, a quienes denominaba despectivamente “coyotes”. Consideraban que éstos sin sufrir la fatiga intelectual y física que genera la confección de una mercancía, se quedaban con el margen de utilidad que correspondía al fabricante, al que no le quedaba más que disminuir a toda costa los precios para poder enfrentar la voraz competencia. Lo que hacía la competencia para ofrecer precios atractivos era bajar sustancialmente la calidad de los productos, pero esta opción no era compatible con la ética de mi padre, para quien lo primero era ofrecer una mercancía durable y con buena presentación.
                                                        

Uno de los factores que pesó negativamente, para desarrollar un negocio más próspero, fue la precaria sociabilidad de mi padre. Frecuentemente lo invitaban a eventos de varias gremiales empresariales, cenas, actos de reconocimiento, asistió a algunos y dejó de hacerlo, porque consideró que no tenía dinero para el champan, los vinos, la cuota gremial, o para pagar el taxi, cuando las reuniones terminaban demasiado noche. Después se lamentaría por no haber cultivado esa sociabilidad, ya que le hubiese permitido hacer más y mejores negocios.                                                                        


                                                                        

                                          
Veía el trabajo como una fuente de prestigio, de honor y como una ocasión para desplegar su creatividad, atributos que valoraba al margen del dinero. Lo importante era obtener del trabajo autorrealización, la sensación del deber cumplido, más allá de que tan redituable sea sus ocupación. Esa percepción le impidió labrar una vida prospera en el plano material.

Siempre le gustaba hacer cosas que lo desafiaban, que ponían a prueba su ingenio y capacidad. Cierta vez perdió un cliente que le compraba varias mesas para máquina de escribir a la semana, por abocarse a la confección de una compleja librera que le fue encargada. Aceptar ese reto que suponía un esfuerzo mental y laboral adicional, le significó una ostensible pérdida económica.

                                                                          
               

Recuerdo haberle ayudado a mover una vieja fragua, cuando batiéndose con el martillo y el yunque, hacía cinceles, formones. Era un trabajo duro, de fuerza, de moldear el hierro hecho un tizón encendido. El estruendoso sonido del martillo sobre el yunque contribuyó a agudizar la sordera que lo aquejo durante sus últimos años. Al final andaba con dos aparatitos y aun así no oía.

Le gustaba mucho hablar de producción en serie, por eso en aspectos de desarrollo industrial su gran referente fue Henry Ford, el magnate de la industria automovilística estadounidense. Siempre recordaba como Ford hizo del vehículo un artículo accesible para las clases proletarias. Lo más cerca que estuvo de la producción en serie fue cuando fabricó en tiempo record hacia 1965 doscientos cincuenta camas para la Fuerza Armada y a principios de los años ochenta cerca de treinta torres para Televisión Educativa.                                                  


        
Para fabricar las camas metálicas en un plazo de un mes, hizo máquinas artesanales: una para desenrollar el alambre, otra para cortarlo y una tercera para hacer el tejido de alambre que llevan las telas. Para una pequeña fábrica, era un gran reto cubrir esa producción en tiempo tan corto, incluso arrendó unas habitaciones solo para bodega. Cierta vez lo vi crear una máquina para hacer con enorme facilidad el zigzag de los polines.

Otra dimensión de su labor benéfica fue la de maestro de obra de banco. En el taller se formaron varios obreros cualificados, que se cotizaban muy bien en otras empresas similares, entre ellos: José Antonio Hernández, Guillermo Pleitez, Wilfredo Hernández, Manuel Jiménez, Julio Burgos, Raúl Mancía Deras, Alfredo Iraheta, y Rafael Estanley Padilla, quien fue el último en abandonar el taller hacia 1989. Vale resaltar que Guillermo Pleitez y José Antonio Hernández, fueron contratados por comerciantes, para montar y dirigir talleres, este último fue fundador y durante varios años Jefe de la fábrica “Procesos Metálicos”, ubicado frente al Parque Centenario.

                                                                              
                                                                         
                                                                                
Contaba Rafael Stanley, que cuando fue a laborar a otros talleres de obra de banco, sus compañeros admiraron su estilo de trabajo, su habilidad mental y manual para solventar cualquier problema que se da en la confección de una obra, su capacidad para manejar medidas exactas y lograr finos acabados. Cierta vez llegó y dijo que estaba muy agradecido con la formación que había tenido. En similares términos se ha expresado José Antonio Hernández.

Pensar en aquellos tiempos de Muebles Metálicos Rivera, me lleva a recordar algunos casos tristes de operarios, ampliamente cualificados, que murieron en extrema pobreza, víctimas del alcoholismo. Quizá el caso más emblemático, fue el de Manuel Jiménez, quien laboró para mi padre desde 1954 a 1979, pese a su adicción al alcohol, se desempeñaba por intervalos en otros talleres del mismo ramo, como Metarama. Se iba, pero siempre volvía, mi padre lo aceptaba por su capacidad. Fue muy triste verlo deambular en harapos por las calles de San Jacinto y luego morir tirado en una acera como un indigente hacia 1982. 
                                                         

   
                                
                                                                    
Solía quejarse de la escasa inteligencia de los operarios, de su falta de concentración y de los continuos errores que generaban pérdidas de tiempo y de material, así como de la falta de capacidad e interés para hacer una obra fina y acabada. Pero habían honrosas excepciones: Mario Gil Rauda, un muchacho oriundo de Santa Ana, y Antonio Ramírez “El Pelón”, quien laboró por muchos años en la Universidad de El Salvador, ambos fueron para él obreros muy diestros e inteligentes.

Le tenía un especial cariño a todo el acervo de máquinas que componían su taller, las cuales envejecieron con él: su dobladora de lámina, importada de Alemania en 1953, el taladro, esmeril, soldador eléctrico, aparato de soldadura autógena, torno, prensa hidráulica, cortadora de lámina, compresor y de manera especial tenía una adhesión afectiva hacia un camión verde, marca Ford, modelo 1953, el cual no le fallaba cuando más lo necesitaba, por ello lo consideraba su más fiel amigo.

                                                                          

 
                                    
Con el auxilio de ese viejo automotor, construyó dos casas, trasladaba muebles y materiales. Pero la contribución más valiosa de su fiel amigo, se dio en 1981 cuando trasladó el taller: parecía una escena surrealista, enclavada en los años cincuenta, ver avanzar al viejo camión por el centro histórico de San Salvador, sobrecargado de objetos arcaicos. Hizo innumerables viajes durante varios meses. Lamentó mucho que para techar la galera del local donde trasladaría el taller, tuvo que vender la prensa hidráulica.

Ya en el ocaso de la vida, retirado del ingente trabajo, mi progenitor seguía en el taller en compañía de la soledad, haciendo una que otra labor artesanal por pura terapia ocupacional. Me imagino que pensaba en lo que fue y no pudo ser, en sus sueños de articular una gran industria, con maquinas modernas y muchos trabajadores. Se le escuchó diciéndose a sí mismo: ¡Qué bello es mi taller! Al respecto mi hermano Álvaro en su poema un Cipotío descalzo escribió: “Al final vagaba solo entre las máquinas como el último soldado en un campo de batalla. Nunca se rindió. Su cuerpo sí, él no”.